La sociedad debería ser consciente del problema que afrontamos cuando dejamos que nuestro crecimiento futuro merme por la erosión institucional sin oponer resistencia.
En la biografía de Napoleón de Emil Ludwig, el autor narra cómo, en la etapa del consulado, un alto funcionario entró en el despacho del gran corso a altas horas de la noche. Interrumpió su trabajo al preguntarle: “¿Cuál es el sentido de la vida?” El futuro emperador respondió: “La política, imbécil, la política”. Esta anécdota, verdadera o falsa, ha servido para ilustrar muchos vaivenes en la economía y en la historia. El más famoso es la elección presidencial que permitió a Bill Clinton derrotar a George Bush padre en 1992 gracias a que enfocó su campaña en la economía con la máxima “Es la economía, estúpido”.
Con todo, aunque en ocasiones otorguemos a la política sobrenaturales poderes para marcar nuestros destinos, es importante contemplar el paso de la historia, y observar que muchas veces nuestro devenir depende de factores mucho más estructurales, no siempre tan influenciables por la política. Por ejemplo, si el crecimiento de la economía de un país a medio plazo es función de horas trabajadas y de productividad por hora trabajada, el primer factor a su vez depende de demografía y el segundo, en gran medida, de innovación, se podrá entender por qué la capacidad de la política para influenciar tendencias estructurales es limitada. Por eso, cuando un político nos prometa “crecer al 4%” nos estará engañando, ya que las horas trabajadas apenas crecerán, fruto de nuestra lamentable demografía, y la productividad de momento no se espera que crezca más de un 1% anual a medio plazo.
Dicho esto, existe abundante literatura científica que relaciona la prosperidad de un país con la calidad de sus instituciones. Un país institucionalmente fuerte genera confianza, lo que permite la acumulación de capital e inversiones, factores íntimamente ligados con la productividad. La íntima relación entre la calidad institucional y la prosperidad fue puesta en primera plana por el famoso libro Por qué fracasan los países de Daron Acemoglu y James Robinson, quienes por ejemplo comparan las primitivas instituciones de las colonias inglesas en Norteamérica con las de los territorios españoles de ultramar. Al fracasar el marco institucional británico y ser replanteado, se produjo un mayor crecimiento económico que el que luego consiguió Latinoamérica. Dani Rodrik y otros autores han analizado también en detalle esta idea y han llegado a la conclusión de que la calidad institucional es con diferencia el principal factor que explica el mayor o menor desarrollo de los países, por encima de otros como geografía o intercambios comerciales.
El que a fecha de hoy un indio produzca unos 2.400 dólares a precio corriente; un chino, 13.000; un ruso, 15.000; un español, 30.000; un alemán, 49.000; o un norteamericano, 76.000 está relacionado en parte con la calidad institucional del pasado. Es cierto que países como los EEUU pueden estar viviendo hoy episodios de degradación institucional que puedan amenazar su prosperidad futura, pero eso no quita que hasta hace relativamente poco el país haya liderado el crecimiento mundial con un marco institucional muy envidiable. Si nos atenemos a los indicadores de calidad institucional que analiza el Banco Mundial (Worldwide Governance Indicators), se observa cómo España ha pasado de registrar un nivel de 89 en 1998 a 77 en 2021, tal y como ha señalado el economista Jesús Fernández Villaverde: 77 contrasta con un nivel de 82 en la zona euro y de 87 en los EEUU.
La política sí puede estar muy relacionada con la calidad institucional, ya que puede alentarla o minarla, algo que provocará efectos positivos o negativos de medio plazo. El problema surge cuando la política entiende que necesita espurios resultados de corto plazo, a costa de socavar la prosperidad de medio plazo de todos mediante la denigración de las instituciones. Edmund Burke afirmaba que “la sociedad es un contrato entre generaciones” y por eso debería ser consciente del problema que afrontamos cuando dejamos que nuestro crecimiento futuro merme por la erosión institucional sin oponer resistencia. Primero, es algo inmoral porque afecta a generaciones futuras que hoy no votan. Segundo, es algo estúpido porque nos hace a todos más pobres a medio plazo.
Cuando el actual partido en el poder en Turquía intentó asaltar el órgano de gobierno de los jueces, se produjo una revuelta pacífica de los ciudadanos para defender su independencia. Fue estéril, pero mostró a un pueblo en defensa de sus instituciones. En nuestro país la política ha contribuido en parte a la degradación institucional desde hace ya largos años. ¿Qué hemos hecho nosotros para evitarlo?
Cuando los cruzados desarrollaron los estados latinos de ultramar en el siglo XII, los dignatarios musulmanes se quedaron muy sorprendidos al observar que los reyes de Jerusalén estaban constreñidos en lo que podían o no podían hacer por una serie de escritos pactados con la nobleza y el clero, los llamados assises de Jerusalén. La sorpresa provenía del hecho de que un monarca oriental tenía un poder total, despótico, sin apenas limitaciones. Al final los estados latinos terminaron en una estrepitosa derrota frente a los despóticos líderes sarracenos, pero la historia nos ha enseñado a quién le ha ido mejor.