Estos días contemplamos erráticos anuncios de la Administración Trump a golpe de redes sociales sobre aranceles de quita y pon.

“En un extraordinario acto de unidad, 1028 economistas de los EEUU firmaron una carta en la primavera de 1930 instando al Congreso y al presidente Hoover a rechazar o vetar el arancel Smoot-Hawley.  Sin embargo, en junio de ese mismo año, el Congreso aprobó la medida, y el presidente firmó la ley.  El arancel contribuyó a convertir una crisis bursátil y una emergente crisis financiera en una depresión global y generó una guerra comercial a nivel mundial que redujo a la mitad las exportaciones y las importaciones de los EEUU”.

Así encabezaban hace poco una columna en The Wall Street Journal los economistas Phil Gramm (eminente miembro del partido republicano y posiblemente el único senador que ha servido en ambos partidos) y el brillantísimo académico Larry Summers, exsecretario del Tesoro con Bill Clinton, de posiciones más cercanas al partido demócrata.  Aludían al desastroso arancel que posiblemente convirtió una recesión en una depresión (el desempleo llegó al 25% en los EEUU) de alcance global, con importantísimas consecuencias políticas, entre otras, la llegada al poder en Alemania del partido nacional socialista en 1933.

Estos días contemplamos erráticos anuncios de la Administración Trump a golpe de redes sociales sobre aranceles de quita y pon.  En cualquier caso, es de esperar que una parte de estos se aplique, en mayor o menor medida, lo que invita a plantearnos quiénes serán los perjudicados:

Primero, los consumidores de los EEUU, que acabarán pagando un precio mayor por los productos importados, comportándose así los aranceles como un impuesto al consumo.  Aunque los exportadores internacionales decidan compensar los aranceles parcialmente con sus márgenes, o la apreciación del dólar mitigue el impacto del precio del bien importado, es muy factible que al menos la mitad del incremento arancelario acabe repercutiendo en los precios de consumo de los productos afectados.  Dado que los hogares de menos ingresos presentan una propensión marginal mayor a consumir que los hogares de más renta, que tienden a ahorrar más, y además los hogares de bajos ingresos consumen más bienes (afectados por aranceles) y los de altos ingresos más servicios (no afectados por aranceles) el arancel perjudicará principalmente a los americanos más humildes.

Segundo, las empresas de los EEUU que utilizan insumos importados en su proceso de fabricación.  Por ejemplo, muchas firmas del sector automovilístico se nutren de componentes fabricados en México; de hecho, los vehículos en ensamblaje se mueven varias veces de un lado a otro de la frontera, lo que agrava aún más el impacto arancelario.  Una subida del arancel encarecerá su producción, reduciendo la competitividad de estas empresas frente a sus rivales asiáticos.  A su vez muchas firmas norteamericanas dependen del petróleo canadiense, petróleo que, al encarecerse, les hará también perder competitividad.  Además, los aranceles recíprocos castigarán a las empresas exportadoras de los EEUU, como ocurrió también en los años treinta.

Tercero, las grandes tecnológicas estadounidenses, que verán cómo se abren procedimientos sancionadores en China, como represalia a los aranceles del 10% anunciados por los EEUU.  Estos afectan a un volumen cercano a los 550.000 millones de dólares, frente a los anunciados por China a importaciones desde los EEUU, que tan solo tienen impacto en un volumen de 14.000 millones, para dejar margen a la negociación.  Como consecuencia, China responde dirigiéndose a los gigantes tecnológicos, con la esperanza de que su poder haga remitir la furia arancelaria de Trump.

Cuarto, la economía mexicana, que presenta un superávit comercial frente a los EEUU cercano a un 10% de su PIB.  Un arancel reducirá significativamente esta cifra, lo que posiblemente provocará que el país entre en recesión.

Quinto, los trabajadores mexicanos, una parte de los cuales podría perder su puesto de trabajo a medida que las empresas se replantean sus cadenas de suministro debido a la incertidumbre generada por la volatilidad en los anuncios arancelarios.

Sexto, la economía canadiense, que, aunque presenta un superávit comercial frente a los EEUU menor que el de México, también podría afrontar una recesión técnica como consecuencia de los aranceles.

Séptimo, el prestigio y la palabra de los EEUU entre sus aliados.  Durante su primera presidencia, la Administración Trump cerró un tratado de libre comercio con Canadá y con México, el acuerdo USMCA, que establecía una posible revisión de sus condiciones en verano de 2026.  La alteración unilateral de un tratado firmado por un país dice muy poco de sí mismo, y afectará negativamente en el futuro, ya que posibles nuevos acuerdos se verán ceñidos en la duda ante posibles incumplimientos.

Summers y Gramm concluyen su columna urgiendo al Congreso a no ratificar los aranceles propuestos por el Gobierno, y a exhortar al presidente a no aplicarlos mediante el cuestionable procedimiento legal de firmar una orden ejecutiva.

Lamentablemente, es posible que la historia se repita.