Las políticas denominadas diversity, equity and inclusion (DEI) no parecen haber conseguido su efecto en términos de mejora de la equidad real ni de impacto positivo en la rentabilidad empresarial, lo que ha llevado a muchas empresas a desmantelar sus departamentos.
Las políticas denominadas diversity, equity and inclusión o DEI —diversidad, igualdad e inclusión— crecieron en paralelo al movimiento que las impulsaba, el denominado woke, sobre todo desde 2016 en EEUU. Muchas empresas adoptaron estas prácticas, que suponían la discriminación positiva de ciertos colectivos en procesos de selección y promoción, algo que solo puede producirse mediante la discriminación negativa de otros. Además, se intensificaron los programas de formación para reforzar el enfoque en la diversidad. En 2019, la junta directiva de la Business Roundtable, un think-tank de empresarios de máximo prestigio en los EEUU, adoptó además el principio de que el propósito de la empresa no debía limitarse a maximizar beneficios, sino que también había de tener en cuenta los intereses de otros stakeholders, relacionados en general con el personal y su alineación con las políticas DEI. Harvard analizó el comportamiento de los directivos que firmaron la declaración del BRT y obtuvo las siguientes conclusiones:
- Prácticamente ninguna de las empresas había modificado sus objetivos de gobierno corporativo en los 18 meses posteriores a la firma de la política
- La mayoría seguía centrándose en maximizar el valor de los accionistas y sin hacer referencia a los stakeholders.
- Ninguna afirmaba tratar a estos últimos de forma diferente.
- Las empresas firmantes afirmaron que no suponía un cambio substancial en su estrategia.
En otras palabras, Harvard separó el grano de la paja.
Harvard también analizó en 2012 el impacto de políticas de formación sobre diversidad aplicadas durante 31 años en 829 empresas. Concluyó que no funcionan, algo refrendado por otra publicación de 2016 (Dobbin, Kalev).
Durante los siguientes años se produjeron varios hechos importantes. Por un lado, el Tribunal Supremo de los EEUU declaró inconstitucional la discriminación positiva de ciertas razas aplicada por los departamentos de admisión de unas cuantas universidades, política que en general había supuesto la discriminación negativa de otras razas, sobre todo de la de estudiantes norteamericanos de origen asiático. Por otro, consumidores y ciertos líderes de opinión lanzaron campañas de boicot contra empresas empresas simpatizantes del movimiento woke, como la efectuada contra la cerveza Budweisser. Por último, nueve Estados pusieron en marcha legislaciones destinadas a penalizar la discriminación negativa resultante y amparada por políticas DEI en la contratación de personal.
Asociado a estos cambios subyace un elevado hastío de muchos ciudadanos ante el movimiento DEI. Una encuesta entre afroamericanos (efectuada por The Economist / You Gov) arrojó un sorprendente resultado: la mayoría apoya la decisión del Supremo de terminar con la discriminación racial positiva/negativa en la admisión de estudiantes. Además, el porcentaje de consumidores que opina que las empresas deben postularse en estos temas es cada vez más menguante. Por último, el mundo académico, en su inmensa mayoría, ha mostrado cómo apenas existe relación entre diversidad y rentabilidad de las empresas, y ha desenmascarado los estudios de consultoras que afirmaban lo contrario, señalando errores de bulto en estas últimas publicaciones (Green, Hand, Universidad de Carolina del Norte).
En este contexto, muchas empresas han ido desmantelando sus departamentos DEI. Por un lado, temen los riesgos legales de que la decisión del Supremo sobre universidades sea aplicable en ámbitos como la selección de personal. Por otro, buscan evitar ser expuestas a boicots de consumidores (algo a lo que alude el reciente libro Go Woke, go Broke). Por último, va permeando la objetividad de las publicaciones científicas.
Si todo esto es cierto, ¿a qué se debe entonces la vigencia del DEI? En un documental reciente titulado Am I a Racist? se entrevistaba a “consultores de diversidad”, que en algunos casos llegaban a cobrar honorarios de 7.500 dólares la hora. La expresidenta de Harvard, que difícilmente debió ser nombrada en base a su discreto historial de publicaciones (sobre diversidad) y que tuvo una actuación muy lejos de la que se debe esperar de su posición en el contexto del movimiento antisemita prevalente en muchas de las universidades norteamericanas, se vio forzada a dimitir, pero acordó mantener su salario de un millón de dólares tras su abandonar su puesto. Ahí tenemos posibles motivos para seguir creando una necesidad.
Frente al DEI, Callum Borchers, de The Wall Street Journal, ha señalado que Alexandr Wang, CEO de Scale AI, ha propuesto el movimiento MEI, acrónimo de “mérito, excelencia e inteligencia”, o sea, una vuelta a los criterios que deberían ser clave en la selección y promoción de la plantilla. En mi opinión, debemos volver a poner al MEI en valor frente al DEI, y preguntarnos qué es mejor para nuestra sociedad, para nuestras empresas y para el futuro profesional de nuestros hijos.
El semanario The Economist ha intentado mostrar cómo lo peor de la ola woke está quedando atrás. Para ello analiza factores como menciones en medios de comunicación, nivel de actividad woke en las empresas o número de académicos “censurados” (valga el oxímoron). Cuando este episodio termine del todo, muchos tendremos que afrontar nuestras conciencias, y preguntarnos si alguna vez fuimos partícipes de discriminar profesional o académicamente a una persona de mérito por el demérito de no ser diverso; entre otros, muchos varones jóvenes que no tenían vela en este entierro. Quizás en este diálogo con nosotros mismos acabe imperando una “E” más poderosa que la del DEI o la del MEI.
La “E” de la ética.