El cortoplacismo a veces nos lleva a ignorar las tendencias estructurales que definen nuestras economías y sociedades
Decía Mencken que “por cada problema complejo, existe una respuesta que es clara, simple… y equivocada”. Muchas veces, tendemos a considerar y a debatir qué ocurrirá en nuestras economías o en los mercados el próximo trimestre, o el próximo año. ¿Bajará el dólar contra el euro?, ¿subirán los tipos de interés?, ¿bajará el oro?, ¿seguirá bajando el bitcoin?
Dado que el dinero, en forma de ahorro, tiende a realizar movimientos tácticos, es normal que nuestras ‘preocupaciones’ se muevan en línea con nuestros ahorros, o los ahorros de terceros que, mejor o peor, ayudamos a gestionar. Sin embargo, este cortoplacismo a veces nos lleva a ignorar las tendencias estructurales que definen nuestras economías y sociedades. A menudo, dichas tendencias son tan importantes, si no más, que las situaciones más coyunturales, ya que a largo plazo el mundo en el que vivimos, sus mercados y sus economías vienen determinados por la estructura, no por la coyuntura, lo que nos lleva a confundir a veces causas con efecto, como infería Mencken.
En este artículo, me gustaría llamar la atención sobre cinco de estos factores: demografía, productividad, deuda, desigualdad y globalización.
Si nos atenemos al primero, la fuerte reducción de nacimientos tanto en países en desarrollo como en países emergentes han desembocado en que la población activa, que crecía a ritmos cercanos al 2% hace poco tiempo, lo haga actualmente a ritmos inferiores al 1%. A menos trabajadores, menos crecimiento, y menos capacidad para hacer frente a los pasivos que significan las pensiones. El menor crecimiento desemboca en mayores tipos de interés, lo que hace aún más endiablado el problema de las promesas realizadas a los pensionistas. Esto agrava el desequilibrio entre generaciones (menos jóvenes pagando más pensiones, lo que les puede hacer dudar más de la democracia). De continuar con la tendencia actual, la población mundial, que hoy en día asciende a unos 7.700 millones de personas, podría alcanzar su apogeo hacia 2050, y experimentar retrocesos desde entonces. Sería la primera vez en la historia en que la población mundial desciende sin que medie una gran plaga. Las consecuencias económicas y políticas son formidables.
Segundo, la productividad por hora trabajada marca nuestra capacidad para crecer sin necesidad de depender de la menguante demografía. Desde niveles bajos, la productividad crece más fácilmente que desde niveles altos. Por eso los países emergentes obtienen mayores crecimientos de productividad que los países occidentales. Con todo, desde hace ya un tiempo, los crecimientos de productividad tanto en Occidente como en los países emergentes se hacen cada vez más menguantes. La consecuencia de este factor, unido al primero, es menor crecimiento económico, lo que dificulta el pago de los pasivos.
Tercero, el mundo experimentó su crisis financiera global en 2007, cuando ladeuda mundial (empresas, más familias más gobiernos) tocó el nivel de 2,1 veces el PIB. Hoy en día (2019), la deuda mundial asciende a 2,4 veces. Es decir, que hay más deuda ahora que antes de la crisis de la deuda. La deuda acaba generando nuevas crisis a no ser que el crecimiento permita hacerle frente. Dados el primer y el segundo punto, cabe concluir que afrontaremos nuevas crisis de deuda, con consecuencias sociales imprevisibles.
Cuarto, la desigualdad de renta y de riqueza aumenta no por una maquinación esotérica de una serie de capitalistas malvados, sino por las consecuencias no anticipadas de la cuarta revolución industrial (sobre todo, la robotización del trabajo), que aumenta la dispersión de salarios, disminuye el poder de negociación del trabajador frente a la empresa e incrementa la desigualdad geográfica. El populismo combate dicho mal ofreciendo soluciones sencillas a tan complejo fenómeno. Como en el debate político no surgen necesarias soluciones complejas a dichos problemas, cabe deducir que el populismo seguirá ganando adeptos. Ya saben, un muro en Texas o la independencia de diferentes entidades nacionales o supranacionales arreglan los problemas generados por la robotización del trabajo.
Quinto, el mundo se globalizó desde el siglo XIX. El comercio mundial (medido en importaciones) alcanzaba en 1850 el 5% del PIB mundial. Hoy en día, representa casi seis veces más. Sin embargo, el hecho de que las guerras comerciales estén generando incertidumbre ha provocado que el comercio mundial, por primera vez en mucho tiempo, comience a crecer menos que la economía, lo que hace reducir su peso en proporción al PIB. En otras palabras, nos encontramos en el principio de una incipiente desglobalización. La globalización que preconizó David Ricardo ha explicado fuertes crecimientos económicos, mayor poder adquisitivo y la mayor erradicación de pobreza de la historia: unos 40 millones de personas han abandonado la pobreza extrema al año desde 1990 y han entrado en la clase media, lo que se traduce en mano de obra competitiva que abarata los productos que todos compramos, y también en productos occidentales que ellos compran. El fin de la globalización acarreará consecuencias negativas para todos nosotros, países desarrollados y emergentes.
¿En qué dirección seguirá caminando el mundo? Quizás el gran Cicerón nos dio una pista hace más de 2.000 años:
“No hay nadie que ame, persiga y quiera alcanzar el dolor mismo porque sea dolor, sino porque a veces se dan las circunstancias de tal manera, que con esfuerzo y dolor puede obtenerse algún gran placer”.