Las empresas suben, bajan y desaparecen al compás de la destrucción creativa. Eso no pasa con los Estados
Hace veinte años escuché una conferencia en Fontainebleau sobre el poder de las multinacionales frente al de los Estados. Según el profesor que la impartía, la relevancia de las multinacionales progresaba geométricamente, hasta alcanzar cotas de poder económico y político en las que el margen de actuación de los países se volvía cada vez más irrelevante. Recuerdo que un dato que ofrecía: la comparación entre la facturación de cinco compañías muy relevantes, facturación que, según él, excedía el PIB de una potencia media como España (confundía facturación con PIB, aunque sean dos magnitudes distintas). Para “luchar” contra esta tendencia, el docente había formado un “Club” ligado a una capital europea, un foro de debate para que los Estados pudieran hacer frente a las malignas multinacionales. Detrás del conferenciante se situaban tres profesores que no conocía. Uno de ellos tomó la palabra y dijo “no estoy de acuerdo con nada de lo que se ha dicho aquí”. Acto seguido desmenuzó el populista discurso del conferenciante.
Tras tanto tiempo corresponde revisitar la cuestión y analizar esta realidad desde un punto de vista estático y dinámico.
Primero: es cierto que un contexto de tipos de interés bajos ha provocado un volumen elevado de fusiones y adquisiciones, proceso que ha redundado en mayor dimensión empresarial.
Segundo: es correcta la apreciación de que durante las últimas décadas se ha producido un fenómeno competitivo entre Estados para atraer inversión vía reducción impositiva. Aunque la competencia fiscal pueda ser sana, en ocasiones se han producido abusos flagrantes.
Tercero: es verdad que las empresas tienen hoy en día un gran poder negociador frente a los empleados. No es un proceso nuevo. El peso de las rentas empresariales sobre PIB lleva subiendo desde aproximadamente la mitad de la década de los 70 a costa de una menor contribución del factor trabajo. Los motivos son bastante complejos, pero no están asociados a malignos capitalistas confabulados, sino a la llegada masiva de “baby boomers” al mercado laboral la década de los 70, la dispersión de salarios generada por la revolución tecnológica y la entrada de China y otras potencias emergentes en el mercado comercial y en las líneas de suministro globales.
Sin embargo, ¿qué estamos observando recientemente?
A nivel general, y aludiendo al poder relativo de negociación de empresas frente a empleados, creo que abordamos un punto de inflexión. Los “baby boomers” se jubilan, y entran muy pocos jóvenes al mercado laboral para reemplazarlos. En este contexto los trabajadores irán progresivamente mejorando su poder de negociación relativo a la empresa, lo que se traducirá en incrementos del factor trabajo en el PIB, proceso que ya ha comenzado.
China abortó la salida a bolsa de Ant Group, con el objetivo de coartar el poder de su filial de pagos, Alipay. Recientemente un documento confidencial del Partido Comunista filtrado proponía “prohibir los beneficios de cualquier empresa dedicada a la educación”. Desde entonces la bolsa china se ha hundido, en especial su sector tecnológico. Una de las acciones más castigadas es Tencent, dueña de WeChat, equivalente chino a WhatsApp.
EEUU ha anunciado un nuevo régimen competitivo hostil a la concentración empresarial. La nueva responsable de la Comisión Federal de Comercio, Lina Khan, ha publicado famosos papers criticando el poder de Amazon y su supuesta práctica de incurrir en pérdidas para eliminar a competidores. Tanto Amazon como Facebook han recurrido su nombramiento alegando “sesgo”. En cualquier caso, la administración Biden lo tiene claro: van a acotar el poder empresarial. El reciente aborto corporativo a la fusión entre dos de los mayores brokers de seguros mundiales, Aon y Willis Towers Watson, una fusión de unos 30.000 millones de dólares de valor, es un buen ejemplo. EEUU debate actualmente no sólo restringir al máximo las adquisiciones de las grandes tecnológicas, sino la posibilidad de partirlas, como ocurrió con la Standard Oil en 1911.
La Unión Europea lleva tiempo llevando una cruzada contra las grandes tecnológicas; las multas hacia las grandes tecnológicas como Google o Amazon suman miles de millones de euros en los últimos años. Además, ha liderado un impulso reglamentario hasta el punto de que directivas como la de datos (PSP2) están sentando cátedra en la regulación mundial.
130 países muy representativos han llegado a un acuerdo de mínimos sobre la tasa fiscal que deben pagar las empresas, con estipulaciones concretas que sobre todo afectan a las grandes tecnológicas. Se trata de un acuerdo global revolucionario (el mundo cuenta con 196 países).
No juzgo en esta columna si los movimientos dados por China, EEUU, la Unión Europea o el acuerdo de fiscalidad global son buenos o malos, solo expongo los hechos que para mí muestran que el poder máximo recae en el Estado, no en la multinacional.
Si se mira el índice bursátil norteamericano de hace 100 años se observará que no queda ninguna empresa de entonces en el índice actual. Las empresas suben, bajan y desparecen a tenor de la destrucción creativa. Eso no pasa con los Estados. Por eso España, EEUU, o China llevan siglos de existencia.
Siguen en los índices.