En mi opinión la globalización, con sus virtudes y sus defectos, está aquí para quedarse.
Durante la pandemia, la prestigiosa economista jefa del banco mundial, Carmen Reinhardt definió el covid como “el último clavo en el ataúd de la globalización”; más recientemente, la influyente carta anual del consejero delegado de Blackrock, Larry Fink, declaró que la invasión de Ucrania por parte de Rusia ponía punto final a la globalización; por último, la directora del Financial Times, Rana Foroohar, escribió hace unos días que las líneas de suministro se replantarían para no depender de autocracias, sino de países “afines” o “amigos”, fenómeno que denominó “nuevo Bretton Wood” que indudablemente pasaba por una reversión de la globalización.
Afirmaciones tan contundentes sobre un tema tan candente por parte de personas tan prominentes han generado mucho revuelo mediático. Sin embargo, es un asunto tan esencial para nuestro futuro que conviene analizarlo con cierta objetividad: la globalización ha generado problemas, pero también importantes beneficios como abaratar significativamente la cesta de la compra de muchos consumidores occidentales, lo que ha redundado en mayor nivel de vida, o erradicar la pobreza extrema mundial a razón de 50 millones de personas al año, la mayor reducción de la historia.
Observemos las siguientes matizaciones:
Primera: si se mide la globalización en términos de comercio mundial (importaciones o exportaciones) sobre PIB, es posible que ésta no siga incrementándose, pero tampoco hay que esperar una reducción drástica de dicha variable. El comercio mundial representaba menos de un 10% del PIB en el siglo XIX, y en la “globalización” anterior a la primera guerra mundial, ascendió a un nivel cercano al 12%. Hoy estamos en un 21%. Ya no sube, pero tampoco hay evidencia de que esté bajando. Por lo tanto, no cabe hablar de desglobalización.
Segunda: no observaremos una vuelta masiva de las fábricas a Occidente. Es verdad que los problemas de suministros observados desde la crisis Covid, sobre todo en relación con los insumos provenientes de China, han avivado el debate sobre la necesidad de “traer de vuelta las fábricas”. Sin embargo, la realidad final será bastante menos impresionante. El mover fábricas es un proceso lento y sujeto a muchas variables. Diversas encuestas planteadas a empresas industriales norteamericanas con presencia en China muestran cómo solo se plantea la “vuelta” de cerca de un 20% de la actividad fabril. El motivo es que los diferenciales de costes laborales entre Asia, Europa y EEUU siguen siendo muy relevantes. Además, este 20% no se está relocalizando en EEUU, sino en una parte relevante, en el norte de México, donde los salarios son más competitivos, con lo que se mantiene la globalización. Es posible que observemos un movimiento de “de-sinificación” (reducir dependencia fabril de China) pero implicará trasladar cierta actividad a países como Vietnam o Camboya, no traer de vuelta la principal actividad fabril al “país de origen”.
Tercera: la globalización no solo se mide con el comercio mundial de bienes, sino con otras variables críticas, como los flujos de inversión internacional (directa o inversión de cartera), el comercio mundial de servicios (en especial del turismo), el flujo de datos o los flujos migratorios (que se agudizarán como consecuencia del cambio climático y de las enormes desproporciones de natalidad). Todos estos indicadores siguen en niveles muy elevados, lo que cuestiona la solidez de las aseveraciones que encabezan este artículo.
Cuarta: la aceleración de la conversión de nuestra energía hacia energía “sostenible” o “verde” puede que genere a futuro menos interacciones comerciales en el comercio de hidrocarburos (que se centra a menudo en la dependencia de autocracias como Rusia), pero supondrá otras dependencias de materias primas “verdes”, aquellas necesarias para dicha transición ecológica. Así, para fabricar un coche eléctrico se necesita litio, cobre, cobalto, níquel o grafito, alguno de los cuales (litio, cobalto) se procesan en gran parte en China. Para fabricar una turbina eólica o paneles solares se necesita níquel, cobalto y cobre (abundantes en Rusia), aparte de aluminio y acero (de nuevo, dependientes de China). Por lo tanto, la revolución “verde” será pareja a la globalización.
Quinta: la interdependencia financiera aumentará, no se reducirá. China aspira a que su moneda el yuan, amenace la supremacía del dólar como reserva mundial. En mi opinión no lo conseguirá en décadas; en cualquier caso, un paso previo necesario es que China abra su cuenta de capitales y fomente la liquidez de su mercado de bonos, medidas que requerirán internacionalizar el sistema financiero chino, no nacionalizarlo. La zona euro está expandiendo su incipiente mercado de eurobonos para poder financiar los fondos de nueva generación, lo que atrae a inversores de todo el mundo y EEUU sigue observando fuertes flujos compradores de sus mercados financieros por parte de inversores extranjeros, especialmente ahora que la FED sube tipos de interés, lo que explica la carestía del dólar.
Durante la gripe “española” de 1919 se escribieron predicciones como que la plaga supondría el final de las grandes ciudades, del turismo o de los cines. Ya vemos dónde estamos ahora. En mi opinión la globalización, con sus virtudes y sus defectos, está aquí para quedarse.