A los economistas nos gusta intentar buscar datos que avalen o refuten una afirmación. Por otro lado, definir la «globalización» como el comercio de bienes es quedarse corto de miras
Durante el covid, una famosa economista afirmó: “El covid es el último clavo en el ataúd de la globalización”. Otros “clavos” podrían aludir al menor nivel de flujos financieros internacionales desde la crisis financiera de 2008, a los aranceles proteccionistas desarrollados desde 2017 por la administración Trump, o al insourcing, (la tendencia a “traer de vuelta” parte de la capacidad fabril instalada fuera para así disminuir el riesgo en las cadenas de suministro, o a las diferentes medidas adoptadas por muchos países que restringen ciertas exportaciones, en general ligadas con los semiconductores, en aras de la “seguridad nacional”, algo relevante, ya que los chips son el bien más comerciado del mundo, por encima de los coches).
A los economistas nos gusta intentar buscar datos que avalen o refuten una afirmación. Por otro lado, definir la “globalización” como el comercio de bienes es quedarse corto de miras. Es cierto que el comercio de bienes es muy relevante, pero también lo es el de servicios, sean o no turísticos. Además, conviene analizar los movimientos de capitales, tanto en forma de operaciones de cartera (flujos de corto y medio plazo que compran bonos o acciones) como de inversión directa (vía instrumentos de capital o de deuda).
Pues bien, si en el siglo XIX el comercio mundial de bienes (medido como exportaciones o importaciones, no la suma de ambas) representaba un 7% del PIB, un 14% antes de la Primera Guerra Mundial (época de intensa globalización) y cerca de un 24% en 2019, ahora asciende a un 22%. Podemos hablar de que no ha seguido expandiéndose, pero no de que estemos viviendo su fin, los niveles son históricamente elevados. Y no va a reducirse drásticamente por la sencilla razón de que los diferenciales en costes laborales unitarios (costes laborales netos de productividad) entre diversos países siguen siendo muy representativos, de ahí que la producción se especialice según la ventaja comparativa de cada país, tal y como preconizó David Ricardo. Esto permite importar bienes a precios más asequibles que si fueran fabricados nacionalmente, algo que abarata el coste de vida de los consumidores del país, y por lo tanto mejora su nivel de renta neta. Se ha demonizado mucho la globalización, pero no se han destacado tanto las grandes ventajas que también conlleva. El hecho de que hace veinte años una televisión de plasma costase tres mil euros y ahora una décima parte es consecuencia de la globalización. Además, es importante precisar que la pérdida de empleo industrial en los países occidentales se ha debido en su mayor parte a la tecnología, no a la globalización.
Si las exportaciones de bienes se han mantenido pujantes, las de servicios han acelerado su crecimiento. Nos encontramos ante un boom del turismo internacional, como bien sabemos en España, Italia o Grecia. Mientras, la exportación de servicios no turísticos (como, por ejemplo, los servicios de programación) se ha disparado, algo de lo que se han beneficiado naciones como la India o España. En conjunto, el comercio de servicios ha pasado de representar un 6% del PIB mundial antes de la gran crisis financiera al actual 7%. Esta globalización ha aumentado.
El insourcing se ha exagerado bastante. No es tan sencillo mover una fábrica de sitio. Además, es importante tener en cuenta los diferenciales de costes laborales hacia los que se migra la fábrica y también si el país receptor cuenta con los puertos necesarios para transportar los bienes. Cuando se mueve una factoría en general esta no “vuelve” al país de origen, como EEUU, sino que se traslada a uno más cercano, con menor riesgo arancelario y con costes de mano de obra competitivos con China. Por eso las fábricas que han migrado desde China se han ido a México, no a California. De ahí que México sea hoy el principal socio comercial de los EEUU.
Por último, los niveles de inversión internacional de carteras han pasado de representar un 2,5% del PIB al actual 2%. Los de inversión directa transfronteriza sí han disminuido ligeramente (desde el 3% de PIB al 1,5%), debido en cierta medida a la intensa caída (un 77%) de la inversión extranjera en China (una parte de la cual se ha derivado hacia la India). Con todo, la parte más productiva de la inversión directa extranjera, la denominada greenfield, destinada a invertir en proyectos nuevos que en general crean más empleo que en operaciones corporativas o en inversiones brownfield, se ha mantenido estable.
En conjunto, el comercio de bienes se mantiene en niveles elevados, el de servicios ha aumentado, de lo cual se deduce que la suma de comercio internacional en bienes y en servicios se mantiene en máximos históricos como porcentaje del PIB (29% actual frente a 28% antes del covid y 30% en 2008). La inversión internacional (cartera y directa) ha remitido ligeramente, y la actividad fabril mantiene su internacionalización.
Resumiendo, no se puede hablar del fin de la globalización, sí de que esta no sigue creciendo. La economista estaba equivocada, lo cual la honra, porque supone que al menos se arriesgó a ofrecer su opinión, algo a lo que muchas veces no nos atrevemos el resto de los economistas.