Con tasas de natalidad inferiores a 1,5-1,6, ni Europa ni EEUU son capaces de reemplazar su población existente, lo que conlleva una situación en la que la población activa caería si no fuese compensada con flujos migratorios.

El cambio climático que asoló las estepas asiáticas durante el siglo IV d. C. estuvo detrás de las migraciones de los Hunos hacia el Oeste, una de las tribus bárbaras que más habrían de atemorizar al Imperio romano.  Con todo, fue la presión de los Hunos la que provocó que unos aterrorizados visigodos pidieran al Imperio romano de Oriente poder entrar en su territorio como pueblo “aliado” (foederati), defendiendo la frontera del Danubio a cambio de protección y manutención imperial.  Los oficiales romanos engañaron a los visigodos, negándoles los víveres prometidos y pidiendo a mujeres y a niños como esclavos, para hacerles llegar a cambio despojos con los que sobrevivir.  Este, y otros abusos, provocaron la gran revuelta visigoda que aniquiló al ejército romano oriental en la famosa batalla de Adrianópolis (378).  La presión demográfica acuciada por el clima provocó también que muchas otras tribus bárbaras cruzaran el helado Rin la nochevieja del año 406.  En unos pocos años (410), los visigodos comandados por Alarico tomarían la misma Roma, y en el 476 el Imperio romano de Occidente había dejado de existir.

Recientemente, los sondeos de opinión han mostrado cómo la preocupación por la inmigración ha escalado muchos puestos.  Es un fenómeno que afecta a muchos países occidentales, desde Australia, Canadá, EEUU o Reino Unido hasta varios de los que conforman la Unión Europea.  En unos cuantos (Austria, Alemania, Holanda, Francia, Italia, Hungría, Polonia…), partidos de “ultraderecha” de retórica antiinmigratoria han alcanzado ya intenciones de voto cercanas al 30%, pero la realidad es que el otro 70% del electorado también expresa su mayor o menor ansiedad por los flujos migratorios.

La realidad subyacente es muy compleja.  Con tasas de natalidad inferiores a 1,5-1,6, ni Europa ni EEUU son capaces de reemplazar su población existente, lo que conlleva una situación en la que la población activa caería si no fuese compensada con flujos migratorios.  La financiación de un estado social (pensiones, sanidad, educación y prestaciones de desempleo) depende de mantener el crecimiento económico.  El crecimiento económico depende a su vez de dos factores: incremento de productividad y de las horas trabajadas.  El primero apenas aumenta, alrededor de un 1,5% en EEUU y de un 0,6% en Europa.  El segundo estaría en crecimiento negativo de no ser por la inmigración.  De ahí que, a pesar del cierto malestar que esta ha ido generando en la población europea y norteamericana desde hace ya décadas, se ha tolerado para poder seguir engrasando la economía que financia el estado social, que casi todo el mundo también aprecia y del que, por supuesto, también se beneficiarán los inmigrantes asentados.  Con todo, los flujos migratorios se han intensificado desde el final del covid, hasta el punto de que la población inmigrante crece casi a un 4% anual en Occidente, el ritmo más elevado de las últimas décadas.  No puede obviarse este factor para entender la preocupación del votante.  A su vez, no hay que perder de vista el hecho de que los inmigrantes tienen el legítimo anhelo de buscar una vida mejor, como lo hicieron los europeos que emigraron a América en el pasado.

El cóctel se hace más peligroso si se vincula el incremento del flujo migratorio con el de la formación de hogares, algo que a su vez genera presión en los precios de las casas (mediante el desplazamiento de nativos de unas zonas a otras), en un contexto en el que se han producido muy pocas viviendas desde la gran crisis financiera.

Nos encontramos en un entorno de ansiedad generalizada ante el cambio tecnológico, en especial por el riesgo de automatización masiva de trabajos consecuencia de la irrupción de la inteligencia artificial generativa; por ejemplo, el desempleo tecnológico en EEUU está ya al mayor nivel desde 2001.  Así, no es de extrañar que la mente humana, tan proclive a buscar culpables sencillos ante problemas complejos, haya arremetido con la inmigración como el principal mal que nos atañe.

La realidad, sin embargo, es mucho más poliédrica, lo que exige un debate desapasionado.  Por un lado, es crucial producir más viviendas para evitar la enorme frustración que genera la incapacidad de mucha gente joven para alquilar o comprar vivienda asequible.  Por otro, es importante determinar el tipo de inmigración necesaria y cualificarla, en coordinación con nuestros socios europeos.  Además, es importante coordinar la acción exterior con el fin de ayudar de verdad a reforzar las instituciones y las economías de los países exportadores de inmigrantes, para intentar equilibrar los flujos.

El mundo sigue avanzando en otro preocupante cambio climático, como el que se vivió en el siglo VI.  Con suerte, y mucho esfuerzo y dinero, estabilizaremos la temperatura a un nivel entre 1,5 grados y 2 grados por encima de la de la época preindustrial.  Sin embargo, este calentamiento acelerará los flujos migratorios, ya que afecta especialmente al África negra, una zona que es prácticamente la única donde la natalidad (4,5 niños por mujer) es muy superior a la tasa de reemplazo (2,2), y cuyos flujos se dirigen a un Mediterráneo que supone una de las fronteras con mayor disparidad en renta per cápita, en un contexto en el que los europeos desaparecemos.  El fenómeno irá a más, no a menos.

Dice el refrán italiano “para un marinero no hay buen puerto si no se conoce el puerto al que se dirige”.  Así zozobramos todos en este incierto y preocupante futuro.