Empujemos desde la sociedad civil el afrontar los problemas de medio plazo, los más peligrosos, ante el cortoplacismo político
Decía Tom Gilovich “en el corto plazo, la gente se arrepiente de sus acciones más que de sus inacciones; en el largo plazo, se arrepiente más y más tiempo de sus inacciones”. La política consiste en el arte de compaginar ambos horizontes, aunque, por desgracia, el sistema se escore en demasía hacia el corto plazo. Más abajo exponemos los contrapesos que pueden limitar dicho escoramiento, contrapesos muy relevantes para nuestra vida política. Enumeremos antes los que en mi opinión son tres de los mayores retos que tendrá que afrontar el nuevo gobierno en su vertiente económica. Entre ellos no está la inflación, ya que, en mi opinión, depende más de la política monetaria.
Primero: España habrá de afrontar su enorme déficit fiscal estructural, desfase entre ingresos y gastos públicos que no dependen del ciclo económico, para, de esta forma, afrontar su abultado endeudamiento. Esta decisión no dependerá de quién gane las elecciones; la Unión Europea, y en concreto el Ecofin (ministros de finanzas de la zona euro) nos forzarán a abordar dicho desequilibrio, porque una Unión Monetaria no se puede plantear con socios irresponsables fiscalmente. El gastar más dinero que el que se ingresa no es achacable a un partido político o a otro, lo arrastramos desde hace tiempo, y su corrección se ha dilatado por el Covid y por la guerra de Ucrania, pero nos obligarán a hacerle frente desde 2024. Los cálculos varían, pero podríamos estar incurriendo en un déficit estructural superior a un 4% del PIB, una cifra cercana a los 50.000 millones de euros, algo sin parangón en otros socios de la zona euro. Para ajustar este déficit será necesario reducir gastos y subir impuestos, aunque se nos otorgarán varios años para realizar dichos ajustes. Se nos diga lo que se nos diga, el meollo del gasto se va en pocas partidas muy sensibles políticamente: pensiones, sanidad, y educación, y los impuestos que de verdad recaudan son también muy sensibles: subir IRPF a clases medias y reducir los bienes y servicios sometidos a IVA reducido. Solo mediante un déficit fiscal ajustado se podrá aspirar a reducir la considerable deuda pública, no tanto porque esta baje, sino porque suba el cociente a partir del cual la calculamos (PIB nominal): si España tuviera deuda pública de 100 y un PIB de 100, y el déficit estuviera ajustado, aunque mantengamos deuda de 100, al subir el PIB nominal a un ritmo cercano al 4% al año (considerando inflación media del 2,5%), diez años de crecimiento compuesto generaría un PIB cercano a 150, de forma que la deuda sobre PIB habrá “caído” del 100% del PIB al 67%, aunque la deuda se mantenga en euros. Magia de la contabilidad pública.
Segundo: España ha de hacer frente al enorme reto que supone la baja productividad de sus trabajadores y a su funesta consecuencia en forma de bajos salarios, una de las principales preocupaciones de los españoles ante un contexto inflacionista. La mala evolución de nuestra productividad explica en parte porqué nos están adelantando otros países en bienestar y en renta per capita. Podemos seguir achacando la baja productividad a recetas de largo plazo, como la baja inversión en I+D de calidad, pero hay que hacer frente a medidas de choque: no nos podemos permitir una estructura empresarial tan concentrada en microPYMEs. Una empresa mediana española es casi tan productiva como una alemana, en tanto que una microPYME es un 40% menos productiva. Al presentar España un ecosistema más centrado en microPYMES que Alemania, país que cuenta con mayor representación de empresas medianas, nos condenamos a prolongar la baja productividad y los salarios reducidos, con los problemas que acarrea. El pergeñar una estrategia que facilite y no inhiba, el tamaño medio de la empresa española es clave para fomentar nuestra productividad, y, por ende, los salarios.
Tercero: España deberá abordar el enorme desequilibrio que se ha abierto desde hace décadas entre las grandes metrópolis y las ciudades medianas. No es un fenómeno español, ocurre igual en muchos países occidentales, pero allí nos llevan la delantera en analizar este problema y debatir posibles soluciones. Un país cohesionado depende de que sus diferentes zonas puedan afrontar un futuro que no suponga la emigración de su población más cualificada hacia una gran metrópoli. En mi opinión, la solución pasa por la especialización en sectores en los que se disponga de cierta ventaja competitiva. No se trata de restar a la metrópoli, sino sumar a la ciudad mediana. Ecosistemas como el desarrollado por Toulouse en el sector aeroespacial, o por Beersheva (Israel) en el sector de la ciberseguridad son ejemplos para estudiar, ejemplos que no han mermado la pujanza ni de París ni de Tel Aviv.
Afirmábamos al principio que un sistema plurinacional como la Unión Europea, y concretamente, su círculo más íntimo asociado a la unión monetaria puede equilibrar el cortoplacismo al que está abocado la política. Jean Claude Juncker, el antiguo presidente de la Comisión Europea afirmó “nosotros los políticos sabemos perfectamente qué es lo que hay que hacer en economía, el problema es salir reelegidos”. Pues bien, empujemos desde la sociedad civil el afrontar los problemas de medio plazo, los más peligrosos, ante el cortoplacismo político.