Desde hace más de 40 años, el mundo ha observado un formidable fenómeno: la metropolización.
El General Curtis Le May, uno de los precursores de la fuerza aérea de los EEUU, afirmó una vez: “Prefiero a un estúpido que haga algo -aunque lo que haga sea un error- que alguien que duda y no hace nada”.
Desde hace más de cuarenta años el mundo ha observado un formidable fenómeno: la metropolización. Se define así a la concentración de poder económico y poblacional en muy pocas mega-urbes a costa del resto de las ciudades medianas de un país. No hablamos del problema del “país vaciado”, sino del de las ciudades medianas que se vacían. Ese proceso ha generado importantes cicatrices sociales en forma de importantes diferencias de productividades y por lo tanto de niveles de vida, tanto en países occidentales como en los emergentes, lastrando la cohesión nacional. Lamentablemente, no hemos indagado lo suficiente en sus causas, y como diría Le May, tampoco hemos hecho nada de nada. Se trata del peor de los mundos, no dudamos y no hacemos nada.
Observemos qué ha estado ocurriendo, ya plantearemos más adelante en otra columna posibles soluciones:
Primero: como consecuencia de la cuarta revolución industrial, los trabajos mejor retribuidos asociados a una mayor productividad, generan un “efecto red” y “efecto llamada” de forma que acaban concentrándose en una gran población, en la que se retroalimentan.
Segundo: cuando un trabajador se desplaza de una ciudad mediana a una gran urbe, su productividad acaba creciendo mucho más rápidamente, y por lo tanto su sueldo, agravando el “efecto llamada”, generando un proceso reiterativo (gráfica inferior sobre España).
Fuente: “Learning by Working in Big Cities”. Jorge de la Roca (U. Southern California), Diego Puga (CEMFI), Review of Economic Studies, 2017.
Tercero: la población universitaria de ciudades medianas acaba emigrando a las grandes urbes, para así intentar conseguir los supuestos beneficios asociados a una mayor productividad y un mejor nivel de renta. Por lo tanto, se genera una importante desviación (desigualdad) entre la gran urbe y el resto de las ciudades, tanto en población como en retribución de la población (gráfico inferior sobre EEUU).
Fuente: Brookings analysis of BEA data
Cuarto: la llegada de este tipo de trabajadores acaba encareciendo el precio de los activos (sobre todo los inmobiliarios) y de los servicios, lo que acaba desplazando a la población menos formada hacia el extrarradio.
Quinto: a medida que avanza la automatización se reconfigura el mercado laboral, de forma que desaparecen empleos que requieren una formación media (producción, administrativo, ventas…).
Sexto: se intensifica en este contexto la dispersión salarial, ya que el mercado laboral asociado a la revolución tecnológica requiere una serie de capacitaciones que resultan muy bien retribuidas si se poseen, y resulta en muy bajas retribuciones si no se poseen. Así se une al problema de la desigualdad geográfica el problema de la desigualdad de ingresos.
Séptimo: al vaciarse poco a poco las ciudades medianas se intensifica la crisis rural, al ser muchas veces el medio rural muy dependiente de la prosperidad de la ciudad a la que proporciona y de la que recibe bienes y servicios.
Octavo: la inversión en I+D se concentra en la mega-urbe, precisamente para aprovechar los efectos de red, cerrando el círculo retroactivo.
Recientemente, Mc Kinsey publicó un informe que analizaba 178 países, mostrando cómo la mitad del crecimiento económico desde el año 2000 se había generado en zonas que representaban menos de un 1% del territorio, y que congregaban a un 27% de la población, mostrando además cómo la productividad de las mega urbes duplicaba a la de otras zonas del país. Por lo tanto, el otro 99% del territorio global y el 73% de la población se queda atrás. El informe señalaba incluso cómo 600 millones de personas habían experimentado caídas de su renta per capita las últimas dos décadas (hecho insólito), en zonas deprimidas en las que ¡oh sorpresa! se había disparado el voto populista.
El premio Nobel Isaac Bashevis afirmó “debemos creer en la libertad de voluntad. No tenemos alternativa”. Algo parecido ocurre con la, en mi opinión, más peligrosa de las desigualdades: la geográfica. Tenemos que entender qué ocurre para creer en ella, solo a partir de ahí podremos plantear posibles soluciones.