El ahorro acumulado durante siglos es el dinero que hay hoy en el mundo. Pero ¿cuánto es?
En 1124, el Rey Enrique I de Inglaterra intentó devolver la confianza en la moneda del Reino mediante la orden de castrar y amputar la mano derecha a los acuñadores que emitían monedas con un contenido de plata inferior al estipulado. A pesar de tan intensa pena, la costumbre de acuñar dinero “devaluado” se mantuvo a lo largo de los siglos por la sencilla razón de que se venía practicando desde muy atrás y de que suponía una medida sencilla a corto plazo para resolver problemas de financiación pública (los desórdenes de medio plazo se los comía otro, esencia de mucha actitud política). Diocleciano afrontó una enorme inflación en el imperio romano tardío (siglo III), e intentó regularla mediante un famoso decreto que exponía el precio al que, por orden del César, habrían de venderse todo tipo de bienes.
Por supuesto, fue ignorado y fracasó.
En Francia, Felipe IV manipuló en 22 ocasiones la divisa (la libra tornesa), y para reequilibrar la consecuente inflación, arrestó y confiscó su dinero a los mercaderes lombardos (1292), a los judíos, que fueron expulsados (1306), y a los caballeros templarios (1307). El último maestre templario protestó, y como premio fue quemado vivo en la hoguera a pesar de sus más de setenta años. Dante denominó a Felipe IV “el falsificador de moneda” en su Divina Comedia. En cualquier caso, la lista sigue y sigue, desde la inflación generada en la Europa del siglo XVI por el oro y la plata americanos hasta la provocada en la Francia del XVIII por la impresión desaforada de billetes.
Desde 2008, los bancos centrales iniciaron agresivos programas de compras de activos (expansión cuantitativa), por los que el tamaño de su balance aumentó a nivel agregado unos 1,5 billones de dólares al año, cantidad que durante la crisis covid se multiplicó por más de cuatro veces. En cierto modo, dicha expansión cuantitativa no difiere mucho de las prácticas de los funcionarios ingleses amenazados por la castración en las cecas reales, ni de las llevadas a cabo por Felipe IV. En este punto cabe preguntarse por la naturaleza “del dinero” y sobre dónde “se encuentra”.
Si usamos una metáfora sencilla, el banco central funciona a modo de corazón en un cuerpo: su misión es bombear sangre, especialmente si detecta que dicho cuerpo está enfermo; por eso los bancos centrales han bombeado el triple de “sangre” durante la crisis covid. Nosotros, ciudadanos y empresas, somos los músculos a los que ha de llegar la sangre para así seguir funcionando y generando actividad económica. Alguien debe transportar la sangre desde el corazón hasta los músculos. Ese alguien es el sector financiero, en su mayor parte, el sistema bancario, y en menor medida en Europa (mayor en EEUU), los mercados de bonos. Si el corazón bombea sangre (2008) pero el sistema bancario está enfermo (entonces adolecía o un problema de solvencia o uno de liquidez), la sangre no llega hasta los músculos, y la recesión es mucho más intensa que si llegara dicha sangre. La diferencia entre la gran recesión de 2008 y la actual es que, si antes la banca era parte del problema, ahora es parte de la solución, ya que hoy en día los bancos son solventes y líquidos. El que la banca haya transmitido eficientemente la sangre nos explica por qué nuestras economías se recuperan mucho más rápidamente que en la gran recesión. Por ejemplo, España necesitó diez años en recuperar el PIB perdido durante la gran recesión de 2008. Esta vez, recuperaremos el PIB perdido en la crisis covid en algo menos de dos años. Por eso, a pesar de los paralelismos históricos, no cabe criticar en demasía a los bancos centrales: han desempeñado su función.
Sin embargo, aunque muchas veces se diga que los bancos centrales imprimen “dinero”, en realidad lo correcto es restringir la concepción de “dinero” a la sangre que llega a los músculos. El dinero, en forma de rentas empresariales o familiares, puede consumirse (tomar una cerveza), invertirse (comprar una casa) o ahorrarse. En Occidente tendemos a ahorrar aproximadamente un 10% de nuestras rentas. El ahorro acumulado durante los siglos, es el dinero que hoy en día hay en el mundo. ¿Cuánto es?
El mundo genera unos 80 billones (españoles) de dólares de PIB. Los bonos representan unos 120 billones, de los que 80 son soberanos, 35 corporativos “investment grade” (riesgo bajo) y unos 5 crédito “high yield” (riesgo más elevado). Las bolsas mundiales valen unos 115 billones, todas las casas del mundo, unos 220, el efectivo en billetes y en bancos, unos 65, el inmobiliario terciario (hoteles, oficinas…) unos 30, el oro, 10, los activos “privados” (private equity, venture capital, private debt), unos 10 y los “criptoactivos” menos de 3. Por lo tanto, estamos hablando que el patrimonio total asciende a unos 570 billones de dólares. Es decir, siete veces el PIB mundial.
Es importante no perder estas cifras de vista, ya que, en periodos de mucha deuda pública, los Estados suelen llevar a cabo la conocida “represión financiera”. Es decir, mantienen los tipos de interés inferiores a la inflación. Es lo que se conoce como tipo real negativo. De esta forma no se disparan los intereses de la deuda pública, y al tolerar inflaciones más altas, crece más el PIB “nominal” (incluyendo inflación). Así se reduce la ratio de “deuda sobre PIB”, a través del denominador. Inglaterra pagó así las guerras napoleónicas (llegó a tener una deuda superior al 200% de PIB), o EEUU la deuda de la segunda guerra mundial (110% de PIB en 1945). Por lo tanto, en función de si el ahorro expuesto de 570 billones se concentra de una u otra forma podremos ver perdedores y ganadores.
La pregunta que surge es: “¿Cuánto dinero quedará en el mundo?”.
En cualquier caso, conviene tener presente de que el ahorro es lo que ha quedado tras la intervención del Estado, en forma de impuestos o de “represión financiera”. Sobre esto, convendría recordar la máxima de Confucio, quien afirmaba que cuando los mercaderes chinos que comerciaban con la actual Vietnam eran asaltados por ladrones, estos tenían cuidado de no robar toda la mercancía, sino dejar una parte para que el mercader se recuperara y pudiera seguir comerciando y por lo tanto, atravesando la ruta de los bandidos una y otra vez. Para Confucio, los Estados debería llevar a cabo una política similar: nunca esquilmar demasiado al mercader.
Pues estamos ahí, 2.500 años después.