Civilizaciones “inferiores”, pero más cohesionadas pueden hacer caer a una civilización decadente sin cohesión de una forma relativamente rápida.
En un “meme” viral que circula por whatsapp, se observa en la parte superior de la imagen unos legionarios romanos atravesando los Alpes, y acompaña a la viñeta la leyenda (en inglés en el original) “épocas difíciles crean hombres duros”; la imagen inmediatamente inferior muestra el esplendor de la civilización romana con el auge de la Urbe, y la leyenda “hombres duros crean épocas buenas”; la tercera viñeta muestra un bacanal (fiestas en honor de Baco el Dios del vino, en las que confluía según la tradición aparte del caldo, el sexo orgiástico), la leyenda es “épocas buenas crean hombres débiles”; la cuarta y última viñeta muestra el asalto de los vándalos a Roma, con la destrucción parcial de la ciudad, y la leyenda “hombres débiles crean épocas difíciles”. Se señala así como el final de un ciclo vuelve a dar paso al principio de otro.
La conmoción que supuso la caída del imperio romano occidental a manos de tribus bárbaras consideradas más atrasadas fue enorme. Con todo, el primer historiador que se atrevió a realizar un trabajo profundo sobre la naturaleza del declive de las civilizaciones fue el tunecino Ibn Jaldún, a su vez hijo de sevillanos huidos tras la reconquista, en el siglo XIV. Jaldún se quedó perplejo al observar las grandes ciudades romanas del norte de África y preguntarse cómo en esa zona las tribus bereberes y los vándalos venidos del norte por mar habían podido desplazar a Roma. Su obra “Muqaddima” (Introducción a la Historia Universal) realiza un planteamiento general sobre los elementos comunes que marcan el declive de las civilizaciones. El concepto esencial que utiliza es el de “cohesión social” (“asabiya”, en árabe). Según él, las sociedades, al hacerse opulentas, acaban perdiendo “asabiya”, hasta el punto de que entran en decadencia a pesar de su opulencia. Llegados a un punto, civilizaciones “inferiores” pero más cohesionadas (tribus bárbaras, bereberes) pueden hacer caer a una civilización decadente sin cohesión de una forma relativamente rápida.
Ya en el siglo XXI, el recientemente fallecido pensador judío Jonathan Sacks afirmó unas impactantes palabras al recoger el premio Templeton de 2016:
Ibn Jaldun, Giambattista Vico, Stuart Mill, Bertrand Russell, Will Durant… todos han mantenido lo mismo: que las civilizaciones comienzan a morir cuando pierden la pasión moral que les dio forma. Ocurrió en Grecia y Roma, y le puede ocurrir a Occidente. Los signos son: caída de la tasa de natalidad, decadencia moral, mayores desigualdades, una pérdida de confianza en las instituciones, auto indulgencia por parte de los ricos, desesperanza por parte de los pobres, minorías no integradas, la incapacidad de hacer sacrificios presentes para poder beneficiar a las futuras generaciones y una pérdida de fe en las creencias antiguas sin que sea reemplazada con un nuevo esquema de valores. Son señales peligrosas, y muchas de ellas están hoy en auge.
Nos separan siete siglos desde los escritos de Jaldún, y casi dieciséis desde la caída del Imperio Romano de Occidente. Sin embargo, las palabras de Sachs parecen estar más presentes que nunca. La prosperidad lograda en la reconstrucción tras la segunda guerra mundial sin duda promovió un rearme económico y un Estado Social que soportó el crecimiento de las clases medias, y su afinidad con el sistema democrático. Desde mediados de los setenta, ese modelo adolece, por las ventajas y los desafíos que ha supuesto la cuarta revolución industrial. Desde entonces, seguimos progresando, pero a un ritmo muy inferior al que lo hacían nuestros padres. Además, el progreso es mucho más volátil, debido a las habilidades que se precisan precisamente de dicha revolución industrial: ahí se genera la enorme dispersión de salarios observada desde entonces, génesis de la mayor desigualdad de ingresos y de riqueza. Por último, la revolución ha concentrado la creación de trabajos altamente remunerados en grandes urbes, lo que se traduce en un crecimiento económico totalmente dispar, y en la emigración de jóvenes desde sus ciudades ancestrales hacia la gran urbe que genera el “efecto red” de trabajos altamente productivos y remunerados. La consecuencia de estos factores es una pérdida intensa de “cohesión social”.
No demonizo la revolución tecnológica, está aquí y presenta también enormes ventajas (como las vacunas de RNA mensajero contra el covid), pero no nos hemos parado a analizar posibles respuestas. Los populistas levantan su bandera proponiendo soluciones sencillas para tamaños problemas (como construir un muro en Tejas, o cambiar fronteras), pero, como siempre, un fenómeno complejo requiere de soluciones complejas, y nos jugamos mucho en ello.
Esta vez, con todo, me asombra que, a diferencia del siglo V, no acabo de encontrar otras civilizaciones muy cohesionadas. China y Rusia se encuentran en un “suicidio demográfico” (acuñando la expresión de Alejandro Macarrón) profundo. La India ha pasado ya a una tasa de fertilidad de dos niños por mujer, que no asegura el reemplazo generacional. El Islam afronta profundas divisiones políticas, religiosas y jurídicas.
La cuestión, como siempre en la Historia, es cómo reaccionamos a tamaños problemas. Spengler escribió “La decadencia de Occidente” en 1917, hace más de un siglo y aún seguimos debatiendo la decadencia. En cualquier caso, nuestra reacción ante tan enormes desafíos tiene que partir de la premisa de la valentía.
Como dijo Upton Sinclair: “Nuestras libertadas se ganaron con sufrimiento, y pueden perderse a través de nuestra cobardía”.