Les dejamos una deuda enorme, recortamos las partidas que les afectan y perpetuamos un mercado laboral injusto
Ian Morris, en su libro “Guerra: ¿para qué sirve?” cita un diálogo entre un príncipe persa y su hijo hacia el año 1080 después de Cristo: “Entiende esta verdad. El reino se mantiene gracias al ejército, y el ejército a través del oro; el oro se adquiere a través del desarrollo agrícola y el desarrollo agrícola a través de la justicia y la ecuanimidad. Por lo tanto, sé justo y ecuánime”.
Estos consejos transcienden a lo privado (el patrimonio y el legado familiar), implican a lo público (el reino). Es interesante analizar esta dicotomía si hoy nos planteamos qué le diríamos a nuestros hijos.
En la esfera privada, nuestra naturaleza nos impone el dotar a nuestros hijos de cuidados, de alimentos, de cariño, de cuidados médicos y de la mejor educación que podemos. Cuando morimos intentamos dejarles una herencia, sea mayor o menor, herencia que por regla general comprende unos activos, y en alguna ocasión, algo de deuda, casi siempre reducida en relación a los activos.
Sin embargo, si intentamos el esfuerzo colectivo de escalar estas ideas hacia la “cosa pública” podemos exponer lo que dejamos a la siguiente generación: una constelación de injusticia y falta de ecuanimidad, justo lo contrario de lo que planteaba el príncipe persa.
Observemos:
Primero: Les dejamos un nivel de deuda pública históricamente desproporcionada. Los niveles de deuda pública de hace una generación se encontraban por debajo del 20% del PIB. Hoy en día, como sabemos, se encuentran en niveles superiores al 120%. Al morir, dejaremos el mayor nivel de deuda pública de la historia de la humanidad como “legado” a las siguientes generaciones. Estas deberán hacer frente a los intereses de dicha deuda (que aumentarán a medida que se normalicen los tipos de interés) y eventualmente, al repago hasta magnitudes más sostenibles, que pueden rondar el 60% del PIB. Para hacerlo, tendrán que pagar más impuestos, además de reducir las partidas de gastos que en teoría les correspondería disfrutar a ellos en su edad avanzada: el gasto en pensiones y en educación. Eso en un contexto de retroceso demográfico sin precedentes. Por si fuera poco, el elevado nivel de deuda pública, entre otros factores, explica las expansiones de balance sin precedentes de los bancos centrales. Estas desplazan el dinero desde la renta fija hacia las casas, que suben ya un 15% en EEUU y un 6,5% en la zona euro. La consecuencia es que la siguiente generación tendrá extremadamente difícil acceder a una vivienda en propiedad.
Segundo: Recortamos las partidas que más les afectan, para preservar las que nos favorecen. Cuando hubo que acometer profundos recortes en las prestaciones públicas como consecuencia de la gran crisis financiera, de las tres mayores partidas de gasto (pensiones, sanidad y educación), la elegida para sacrificar fue justamente la tercera. Así, el gasto en pensiones per cápita ajustado por inflación es hoy en día superior al que se daba antes de la crisis, el de sanidad ligeramente parecido, y el de educación una quinta parte inferior. Todos decimos que la inversión en educación es crucial para mejorar el futuro de un país, pero el sector público realiza lo contrario.
Tercero: Perpetuamos un sistema laboral injusto que se ceba con los más jóvenes. España ha demostrado desde hace ya cuatro décadas generar un paro muy superior a nuestros vecinos (compárese por ejemplo con Portugal). El mayor desempleo se centra especialmente entre los jóvenes (entre otras cosas por las mejorables políticas de formación que no adecúan oferta y demanda), y aquellos que encuentran trabajo, suelen encadenar contratos temporales durante sustancialmente más años que la media europea, algo que limita su formación continua, su productividad y, por lo tanto, su sueldo. El resultado es que perpetuamos una sociedad con dos clases de ciudadanos: aquellos que disfrutan de un contrato fijo con protección y aquellos ciudadanos de segunda, que sobre todo son los jóvenes, a los que se les niega dicha posibilidad. Es el marco laboral dual, marco que hasta la fecha ningún gobierno de ningún tipo ha conseguido (y muchas veces ni ha intentado) atajar.
El porqué de esta traición puede suponer análisis más o menos sesudo. En mi opinión tendemos a la dejadez cuando se trata del núcleo substancial de actuaciones públicas y el sector público reacciona a dicha dejadez considerando actuaciones que maximicen réditos electorales. En España hay casi 10 millones de pensionistas, unos doce millones de personas con contrato fijo, cuatro millones y medio de jóvenes con derecho a voto, y unos siete millones de niños y jóvenes sin derecho a voto. Así se explica que se primen pensiones sobre el gasto en educación, y proteger al privilegiado fijo frente al joven temporal. El resultado es la triple traición, traición que genera réditos electorales a costa de dejar en la cuneta a nuestros hijos.
Como afirmaba en esta columna hace unos meses, la esencia de la democracia consiste en defender al más débil de los posibles abusos de los poderosos. Sin embargo, a tenor de lo expuesto, está avanzando en sentido contrario al original. No es de extrañar que el apoyo a la democracia entre los más jóvenes esté en retroceso en muchas sociedades occidentales, como han mostrado los investigadores de la Universidad de Cambridge.
Si no actuamos, el futuro se plantea muy sombrío. Recordemos las palabras del príncipe persa “sé justo y ecuánime” y al calor de lo expuesto en esta columna, replanteemos si lo estamos cumpliendo en nuestra “cosa pública”.
El historiador griego Heródoto, escribió en el siglo V que la nobleza persa educaba a sus hijos en dos máximas. La primera era nunca mentir. La segunda, nunca incurrir en deudas, “porque el que incurre en deudas, acaba mintiendo”.
Pues estamos ahí.