El populismo de todo signo político convive en el seno de cualquier formación política, ya que todos tenemos un pequeño populista dentro al que deberíamos intentar reprimir
En el año 431 antes de Cristo, Esparta entró en guerra contra Atenas, iniciando un periodo de 25 años de confrontación, las Guerras del Peloponeso, que arrasaron la Grecia clásica provocando episodios terribles de violencia y mortandad. Pericles, el carismático y también populista líder de Atenas (actuaba casi siempre buscando votos, aunque en privado llamaba a los votantes “chusma”), ordenó a la población recluirse entre las murallas que enlazaban la ciudad con el puerto del Pireo, para así hacer frente a sus lacónicos enemigos en el frente marítimo. Sin embargo, el apiñamiento masivo de los refugiados permitió la aparición de una terrible plaga, plaga que acabó con una cuarta parte de la población de Atenas, diezmó su ejército, su marina y su economía, y, a la larga, fue causa esencial de la derrota de la democrática y también populista Atenas a manos de Esparta.
El populismo de todo signo político convive en mayor o menor medida en el seno de cualquier formación política, ya que todos tenemos un pequeño populista dentro de nosotros al que deberíamos intentar reprimir. Se define, entre otros, por las siguientes características: a) busca una solución sencilla (e inviable) para un problema complejo, b) identifica un ‘chivo expiatorio’ hacia el que canalizar la ira de los ciudadanos cuando surgen problemas, c) está íntimamente ligado con las tentaciones autoritarias y d) suele ser negacionista (como con el cambio climático, a pesar de que la evidencia científica en sentido contrario sea abrumadora).
Analizando los comportamientos de varios gobiernos antes y durante la epidemia, podemos encontrar muchas de las características apuntadas en el párrafo anterior. Entre otros: i) negar que el virus exista o silenciar al disidente (visita de la policía al heroico doctor que avisó a tiempo del virus, conminándole a callar), ii) minimizar su amenaza, perdiendo por tanto un tiempo precioso para acumular material médico y permitiendo mientras la extensión masiva del virus, iii) exponer una teoría de la conspiración para alentar el ‘chivo expiatorio’ y evitar reconocer lo que se ha hecho mal (“el virus fue desarrollado por el servicio secreto de un país enemigo” o “la culpa es de la OMS por ocultar datos”), iv) aprovechar la emergencia médica para cercenar la libertad de prensa, v) utilizar la epidemia para vigilar y obtener datos privados de los ciudadanos, sin plantear un calendario de salida estricto, vi) exponer remedios mágicos como talismanes, incluyendo tréboles o validando fármacos aunque no exista evidencia científica de que funcionen ni se conozcan sus efectos secundarios, vii) no aplicarse a sí mismos las medidas que se imponen a la sociedad, por ejemplo, no respetar cuarentenas, viii) animar a que la gente siguiera socializando, a pesar de las enormes advertencias que provenían de otros países, y ix) acumular el máximo poder ejecutivo sin consensuarlo y sin buscar consensos ante la anomalía democrática. Estos comportamientos muestran o mostrarán cifras muy abultadas de infectados y de fallecidos (por millón de habitantes), así como de parados (en forma de subidas históricas de porcentajes de desempleo).
Por el contrario, los países que primaron las soluciones ‘técnicas’ sobre las populistas se caracterizaron por lo contrario. Reconocieron pronto la gravedad de la situación, tomaron medidas preventivas, cerraron pronto colegios y sus dirigentes fueron consecuentes con las medidas que propusieron a la población. El resultado se observará en sus menores tasas de infección y de fallecidos por millón de habitantes, así como en menores incrementos en niveles de desempleo. El resultado será el inverso del obtenido por los comportamientos más populistas.
¿Qué nos enseña la historia sobre cómo reaccionó la sociedad?
El gran historiador griego Tucídides (‘Historia de las Guerras del Peloponeso’), que padeció y superó la plaga de Atenas, describió los horrores sociales que la epidemia generó. La gente, presintiendo que todos iban a morir, “se volvióindiferente a cualquier religión o ley”; “los hombres hacían lo que querían, se atrevían a realizar en público cualquier acto que en el pasado solo se hacía en privado, ya que observaban el rápido cambio que ocurría en aquellos que una vez fueron pudientes y que ahora rápidamente se demacraban, y los pobres ocupaban las posesiones de los muertos. Así, los ciudadanos consideraban mejor gastar todo rápidamente y vivir solo para el placer, considerando su dinero y sus cuerpos como cosas de inmediatez. El honor dejó de importar, ya que se juzgaba que no quedaría nadie para juzgar actos honorables o deshonorables (…).”
En este contexto, se volvió a aceptar oficiosamente la poligamia “para repoblar la polis”. Aunque al principio unos ayudaban a otros, al infectarse y morir, las actitudes cambiaron, y los enfermos eran abandonados a su suerte, de forma que muchos que podían haberse recuperado fallecieron, y eran arrojados a enormes piras funerarias. Solo aquellos que se recuperaron fueron capaces, gracias a su inmunidad, de volcarse en atender a los infectados. Los populistas echaron la culpa de la peste a los ‘refugiados’ (tan ciudadanos atenienses como los demás) y a un oráculo del dios Apolo; sin embargo, Tucídides observó y razonó que la transmisión no era divina sino humana.
Algo parecido ocurrió cuando la terrible peste negra asoló Europa en el siglo XIV, matando a la mitad de su población. En palabras de un cronista de Siena (Agnolo di Tura), “el padre abandonaba a su hijo, el marido a su mujer, un hermano a otro hermano (…) y así morían, y nadie podía encontrar a nadie dispuesto a enterrar a un infectado, aunque tuviera dinero o amistad, por lo que eran arrojados a enormes fosas comunes (…). Yo, Agnolo di Tura, enterré a mis cinco hijos con mis manos (…). Nadie lloraba a los muertos, porque todos presentían su fin y el fin del mundo”. El populismo también hizo mella en esta situación. Primero se señaló como causa (explicación sencilla ante el complejo problema) a las fuerzas astrológicas, más tarde al envenenamiento de pozos. Colectivos como judíos, gitanos, extranjeros o vagabundos fueron señalados como culpables (chivo expiatorio), y muchos de ellos masacrados (autoritarismo).
Una vez termine la trágica epidemia del coronavirus, las poblaciones tendremos que hacer cuentas objetivas, y medir el mayor o menor éxito de los gobiernos analizando las ratios de infectados y fallecidos por millón de habitantes, así como calibrando las subidas en las tasas de desempleo, ya que los países que gestionaron pronto y bien la situación médica (como Dinamarca o Austria) se han permitido ya el lujo de levantar parcialmente los confinamientos, algo que reducirá el daño a sus economías en forma de menor incremento de paro.
Mi apuesta personal es que cuando analicemos estos números, encontraremos un común denominador: aquellos gobiernos con tintes populistas presentarán una factura de infectados y de muertos por millón de habitantes y de incrementos de desempleo muy superior a la de los gobiernos que primaron las consideraciones técnicas sobre la ‘negación’ a la hora de prevenir y combatir la pandemia.
Los seres humanos primamos nuestra salud y la de nuestras familias, lloramos a nuestros fallecidos y procuramos evitar el paro. En mi opinión estas tres lacras de la mala gestión de la epidemia actual harán pasar una factura política profunda a la sociedad y al ‘populismo’.
Por eso este último está a los pies del coronavirus.
Pericles, al igual que sus dos hijos, murió víctima de la peste qué él había contribuido a originar. Fue un militar cuestionable, un gran orador, un político populista y también brillante. La pregunta, a la vista de los trágicos hechos, es si los actuales dirigentes populistas comparten este último atributo y si la sociedad a la que gobiernan se dejará confundir una vez más por el chivo expiatorio creado para la ocasión.
Solemos mirar con superioridad intelectual las supersticiones de épocas pasadas, pero puede que dentro de unos años nos demos cuenta de que nuestra capacidad de discernimiento no ha evolucionado tanto.