El menor crecimiento supondrá que nuestros hijos tardarán muchos más años en mejorar sus estándares de vida. Sin embargo, hay otras consecuencias aún más preocupantes
‘Decíamos ayer’ que un menor crecimiento mundial se traduce en un aumento en el número de años que la siguiente generación necesita para vivir mejor que sus padres, y también que el crecimiento de la economía mundial en 2019será paupérrimo, menos de un 3%, el segundo peor desde la crisis de 2007, y que contrasta negativamente con el crecimiento medio del 3,7% de la última década.
A expensas de las consideraciones más coyunturales de este menor crecimiento (China, India, zona euro…), es importante reflexionar aquí sobre losfactores estructurales asociados a las menores tasas de crecimiento, y las consecuencias que esto pueda tener.
Si nos atenemos al primer punto (factores estructurales), la economía acaba creciendo por dos factores, el crecimiento en el número de horas trabajadas y el crecimiento de la productividad. Las horas, a su vez, dependen de las horas que decidamos emplear al año trabajando y también del aumento o declive demográfico (de la población activa en concreto), ya que más o menos trabajadores computan para el total de horas que impactan en el PIB.
El número de horas que decidimos trabajar se ha reducido considerablemente desde la Segunda Guerra Mundial. Así, por ejemplo, un francés trabajaba de media 2.200 horas al año hacia 1950 frente a las 1.300 actuales. La tendencia de trabajar menos horas es más o menos acentuada dependiendo de la productividad de los trabajadores. A más productividad, más renta, lo que permite tomar la decisión de trabajar menos horas. En cualquier caso, una vez se estabilizan las jornadas (en parte porque la productividad cada vez crece menos, como veremos en seguida) el primer factor de crecimiento solo viene explicado por los cambios en la población dispuesta a trabajar (activa). Si esta subió con fuerza desde mediados del siglo XX hasta finales de dicho siglo, la realidad es que llevamos ya varios años del siglo XXI en los que la población activa de los países desarrollados ha entrado en negativo, algo que también acaece en China, la segunda economía del mundo.
La consecuencia es que si la demografía explicó en Occidente el 40% del crecimiento mundial del PIB desde la Segunda Guerra Mundial (y eso a pesar del descenso de la jornada laboral), a partir de ahora no solo no tendremos este factor añadiendo, sino que drenará crecimiento, lo que matemáticamente supondrá menores ritmos de expansión económica (el caso de Japón, país que pierde algo menos de un millón de trabajadores al año, es paradigmático). A nivel mundial, la caída de la fecundidad es un hecho innegable, hasta el punto de que hoy en día alcanzamos 2,4 hijos por mujer, con acusadas caídas en países desarrollados y emergentes, lo que podría provocar, de seguir este ritmo, que la población mundial deje de crecer e incluso comience a descender en dos décadas.
A su vez, la productividad ha explicado el otro 60% del crecimiento mundial. Esta ha venido subiendo en Occidente a unos ritmos superiores al 2% desde la Segunda Guerra Mundial hasta aproximadamente la mitad de los años setenta. Desde entonces, los incrementos han sido mucho más exiguos, más cercanos al 1%, exceptuando el paréntesis entre 1996 y 2004 (adopción masiva de internet). Hoy en día, la productividad en ciertas zonas geográficas como la zona euro apenas crece al 0%. Puede resultar una paradoja por qué en pleno apogeo de la cuarta revolución industrial (sobre todo la inteligencia artificial) la productividad apenas crece.
La realidad es que toda innovación científica tarda años y a veces décadas en mostrar una eclosión en la productividad, en parte porque el proceso de ‘destrucción creativa’ que generan las invenciones también provoca el declive de empresas y sectores negativamente afectados, que ven caer su productividad hasta que desaparecen. De nuevo, paradójicamente, la política de los bancos centrales de mantener tipos bajos estructurales podría estar ayudando a sobrevivir a estas empresas zombis más tiempo del normal, lo que agrava el problema de la baja productividad, lo que a su vez se traduce en menor crecimiento y menor inflación, lo que perpetúa la política monetaria laxa.
Si nos atenemos a las consecuencias, el menor crecimiento supondrá, como exponía al principio, que nuestros hijos tardarán muchos más años en mejorar sus estándares de vida. Sin embargo, hay otras consecuencias aún más preocupantes. La primera es la deuda mundial. Si esta representaba 2,1 veces el PIB mundial cuando estalló la crisis, ahora supone 2,4 veces. La deuda preocupa cuando se crece menos, ya que se hace más difícil repagarla, de ahí que tendremos un problema estructural entre elevada deuda y bajo crecimiento que devendrá en crisis financieras, que deberían preocuparnos más que los tímidos vaivenes económicos, ya que la inestabilidad financiera puede provocar que un tímido vaivén económico se convierta en un formidable vaivén, como aprendimos hace 10 años.
Por otro lado, a medida que más gente se retira y que no es reemplazada por nuevos trabajadores, el Estado social tendrá difícil afrontar su nivel de gastos, sobre todo por pensiones y por gasto hospitalario, todo sin dejar de atender el ingente endeudamiento público. Esto obligará a repensar la estructura del Estado social, y quizá también considerar cambios en la imposición, que podrían virar en un futuro mediano desde el trabajo (ya que habrá cada vez menos trabajadores) hacia el consumo y el patrimonio. Por último, las consecuencias políticas también son considerables, a medida que la población envejece, esta votará por mantener sus intereses (pensiones) a costa de los cada vez menos jóvenes, lo que provocará relevantes cicatrices sociales (el porcentaje de jóvenes que creen que la democracia es algo esencial se ha reducido en las últimas décadas).
Por lo tanto, la única receta ‘milagrosa’ para evitar esta ‘distopía’ consiste en acelerar el crecimiento de la productividad, algo que, como veremos, podría no ser tan ‘milagroso’.