España se encuentra a la zaga a la hora de encontrar soluciones que palíen el declive de las ciudades medianas, envejecidas por el éxodo de los profesionales cualificados a la metrópoli.
El obispo-príncipe Talleyrand escribió una vez: “Cuando me examino, siento desolación; cuando me comparo, siento consolación”. El análisis de la economía española, y en concreto, de la desigualdad, a veces conlleva sentimientos parecidos a los que aludió el gran ministro de exteriores de Napoleón. Sea con desolación o con consolación, creo que muchos de nosotros no le hemos dedicado el tiempo suficiente a un fenómeno que afecta a España, al igual que a las grandes economías occidentales: la metropolización, directamente relacionada con la desigualdad geográfica. Se define así el proceso por el cual, desde hace aproximadamente cuarenta y cinco años, el crecimiento económico se concentra en una gran urbe mediante la focalización de trabajos altamente productivos, y, en consecuencia, remunerados. Estos a su vez generan un “efecto red”, también denominado “llamada”, de forma que la población joven con formación universitaria residente en otras ciudades acaba emigrando a la “metrópolis”, mientras que la población no universitaria de la gran ciudad termina por ser desplazada a medida que los precios de bienes, servicios e inmuebles se vuelven prohibitivos para rentas menos elevadas. La consecuencia es una concentración de PIB y de crecimiento poblacional en la gran ciudad, a costa de un empobrecimiento y despoblación paulatinos en las ciudades de menor tamaño, situación que a su vez acarrea un mayor declive de las zonas rurales que rodean a las ciudades medianas.
El economista Alfred Marshall ya profetizó el auge de las ciudades en 1890: «Son grandes las ventajas que las personas que siguen el mismo oficio especializado obtienen al estar cerca unas de otras. Los misterios del oficio dejan de ser un misterio y están, por así decirlo, en el aire». Tras la gripe “española” de 1917 los periódicos de Nueva York también profetizaron el final de las grandes ciudades y de las oficinas. Se equivocaron. La tendencia fue la contraria, proceso que se aceleró coincidiendo con la cuarta revolución industrial, y se acentuó tras la crisis de 2008.
La metropolización explica el enorme desarrollo de ciudades como Nueva York, Los Ángeles, San Francisco, Chicago, Londres, París, Milán o Madrid. No se trata de un fenómeno dirigido por políticos de uno u otro signo. Es un proceso asociado a la revolución tecnológica. A medida que se concentra un ecosistema de empresas de conocimiento, se dispara la productividad. Una investigación académica mostró en 2017 que un universitario ganaba un 55% más trabajando en Madrid que haciéndolo en ciudades medianas españolas (Sevilla y Santiago de Compostela), lo que termina concentrando el empleo más productivo y remunerado en Madrid. El problema reside en el declive demográfico, social y económico que acarrea en las ciudades medianas la emigración de un segmento poblacional tan dinámico como el de formación superior. La desigualdad geográfica resultante puede provocar reacciones populistas, como el voto británico favorable al Brexit en gran parte de Inglaterra o el fenómeno de los “chalecos amarillos” en Francia. Se trata de generar soluciones simples a las dificultades. Saliendo de Europa, los problemas se arreglan.
Pero no es así. Se trata de un problema complejo, y va a ir a más como consecuencia de la revolución que supone el despliegue masivo de la inteligencia artificial generativa. En otros países se ha avanzado en la discusión y en las posibles soluciones. En España vamos a la zaga. No se trata de minar el éxito del crecimiento de una gran ciudad. Se trata de buscar alternativas factibles que puedan generar un futuro a las ciudades medianas, y, por lo tanto, a sus áreas rurales circundantes. La vertebración de España debería, en mi opinión, seguir un análisis parecido. Soluciones propuestas como la proliferación del teletrabajo no creo que funcionen. Existen abundantes datos que muestran cómo los teletrabajadores son los primeros en ser despedidos, en parte porque la productividad que se genera trabajando en remoto es inferior a la obtenida en una oficina, según la mayoría de los estudios.
Una posible alternativa consiste en especializar ciudades medianas en un segmento en el que resultan competitivas, de forma que la investigación académica universitaria colabora con la investigación del sector que disfruta de dicha ventaja competitiva; ese diálogo atrae la financiación de proyectos tecnológicos, y poco a poco la ciudad se construye un futuro. Como ejemplos, podemos señalar a la francesa Tolouse (sector aeroespacial), la holandesa Eindhoven (semiconductores), la norteamericana Austin (tecnología) o a la israelí Be’er Sheva (ciberseguridad).
Aunque fue escrita hace 37 años, la primera ley de la tecnología de Melvin Kranzberg resulta atronadora ahora que eclosiona la inteligencia artificial: «La tecnología no es ni buena ni mala, ni es neutral». Un proverbio chino afirma “no maldigas la oscuridad, enciende una vela”. Pues partamos de la vela que confiere la propia tecnología para neutralizar su falta de neutralidad.
Vertebremos España.